Ceuta, 23 de febrero de 2025.
Esta noche no he dormido bien. Llevo varias noches en las que me despierto mucho y no logro conciliar el sueño. Lo achaco a los preparativos de la visita al parque natural de los alcornocales. No obstante, hoy deseaba salir a la naturaleza para disfrutar de su belleza y escribir un rato.
El amanecer lo he contemplado desde el cuerpo de guardia de San Andrés. La luna menguante era visible en un cielo que empezaba a clarear. La luz rasante que se extiende desde el horizonte permite reconocer al guerrero samurai que esconde la garita dieciochesca.
Desde esta posición vigila ante posibles incursiones enemigas sin darse o, puede que sí, que los verdaderos enemigos son los vecinos que arrojan basura por los acantilados e instalan precarios refugios sobre las murallas del Recinto. Se apropian del terreno de todos con palets y otros enseres causando un grave impacto paisajístico.
No se distingue precisamente Ceuta por el cuidado de los paisajes y por la estética natural y urbana. Los ojos de muchos ceutíes son incapaces de reconocer y valorar la belleza de este lugar y la afean de manera constante con sus disonantes construcciones y el vertido de residuos al mar, los montes, los acantilados y las vaguadas que rodean ciertas barriadas densamente habitadas de Ceuta. Este tipo de actitudes no se dan en el resto de nuestro país y mucho menos en otros países de Europa.
Sufro mucho con el maltrato que algunos dispensan a Ceuta y me irrita la pasividad de las administraciones que tienen la obligación constitucional de velar por la protección y conservación del patrimonio natural y cultural de nuestra ciudad.
Para aliviar mi indignación por lo observado en el Recinto, me he dado un paseo por el arroyo de Calamocarro. Mi mirada de hoy es diferente, pues tengo reciente las imágenes que tomé ayer en el sendero de Valdeinfierno en el parque natural de los alcornocales que visité con medio centenar de alumnos/as del IES Almina.
Resulta inevitable comparar el estado de conservación del extenso alcornocal preservado al otro lado del Estrecho y el que presenta Ceuta. Aquí se conservan algunas manchas de alcornoques, pero han desaparecido los enormes quejigos que se entremezclan entre el resto de árboles en el parque natural gaditano.

En Ceuta sólo se conservan dos ejemplares de quejigos. El resto fueron talados para hacer leña o carbón. La pérdida de cobertura arborea quiso ser resuelta con una repoblación de pinos y eucaliptos. Estos últimos impiden que crezcan a su alrededor otras especies de árboles. Ni siquiera los arbustos pueden crecer en su entorno. Por desgracia, la flora autóctona ha ido perdiendo terreno empujada por especies invasoras y exóticas, como los ricinos, las capuchinas, los tomatillos del diablo o las vinagretas.
Los helechos y los palmitos residen allí donde pueden abrirse camino entre las zarzas y los apios silvestres.

Uno de los principales atractivos del parque natural de los alcornocaless son los rododendros y ojaranzos que se conservan en algunos tramos de los llamados canutos, que es como le llaman a los arroyos relacionados con el río Palmones. Son bosques de lauresilva que requieren mucha humedad para sobrevivir. En el arroyo de Calamocarro podemos visitar una pequeña muestra del bosque de lauresilva. Uno de ellos, es tan amante de la tierra, que creció rozando su tronco con el suelo fértil de este arroyo. Algunos laureles muestran sus pequeños y redondos frutos.
La complicidad entre los árboles que habitan este lugar mágico lleva a los alcornocales a contorsionar sus troncos para que puedan crecer los laureles, quizás consciente de la antigüedad de su estirpe. Aquí se acomodan unos a otros dando un ejemplo de concordia y convivencia por el bien del bosque.
En mi visita a este rincón mágico del arroyo de Calamocarro me acuerdo mucho de mi querido amigo y hermano Jotono. En nuestra última conversación telefónica me comentó que deseaba visitar este lugar y que pensaba mucho en él. Hablamos de visitarlo en cuanto tengamos la oportunidad de reencontrarnos en Ceuta y pasar un buen rato conversando sobre lo humano y, sobre todo, sobre lo divino. Este lugar tiene algo muy especial: desprende vida y presencia humana de tiempos antiquísimos. Mi imaginación me hace ver niños y niñas correteando entre estos árboles, mientras que sus madres recogen aceitunas de los acebuches y otros frutos del bosque.
En mi recorrido por estos senderos me cruzo con varias currucas que se alimentan de los frutos que quedan de los majuelos. Una de ellas se esconde entre las ramas para no ser descubierta, pero sus vivos y rojos ojos la delatan. Lo mismo sucede con un carbonero, cuyo pecho amarillo, es fácil reconocerlo, aunque esta a cierta distancia.
Mi camino de regreso lo hago por la parte alta del arroyo de Calamocarro. Esto me permite disfrutar de los brezos en flor y la dulce fragancia de los ergenes. Son como algunas personas que te atraen y te embelesan, pero cuando te acercas a ellas pinchan y hacen daño.